La carretera que serpentea entre las comunidades de Esmeralda, Central Ccalla y Alto Ccalla, en el distrito de Arapa, provincia de Azángaro, guarda un secreto a plena luz del día: un balde de leche abandonado junto al camino. No es basura. No es descuido. Es el testimonio físico de un sistema que colapsó, de un Estado ausente y de decenas de familias campesinas que ya no saben qué hacer con el único producto que les garantizaba el pan de cada día.
Camino por esta ruta de ripio y tierra agrietado, la misma que diariamente transitan los productores agropecuarios llevando su carga hacia los mercados de Arapa y Azángaro. El paisaje del altiplano se despliega con su belleza austera: cerros pelados, pastos secos, pequeñas parcelas cultivadas con esfuerzo donde cada surco representa sudor y esperanza. A lo lejos, el ganado pasta disperso en los terrenos comunales, vacas criollas y cruces con Brown Swiss que constituyen el único capital de estas familias.
Las viviendas rurales salpican el horizonte, construcciones modestas de adobe y calamina que resisten los vientos helados del altiplano. Aquí no hay lujos ni comodidades urbanas. Solo trabajo duro desde el amanecer hasta que cae la noche. Los hombres y mujeres de estas comunidades se dedican exclusivamente a la producción agropecuaria: cultivan papa, quinua, habas y otros productos, y crían ganado vacuno del cual ordeñan leche cada madrugada.

El negocio que dejó de serlo
Esa leche fresca, ordeñada antes del alba, transportada en bidones hasta la carretera, era el ingreso más directo y constante para estas familias. La vendían a S/1.20 o S/1.30 el litro a los acopiadores que recorrían la ruta regularmente. Hagan números: una familia que produce 20 litros diarios —optimista para la zona— gana apenas S/26 soles al día. Multiplicado por 30 días, sin feriados ni descansos porque las vacas no dejan de producir, son apenas S/780 mensuales.
Con ese dinero deben alimentar a cuatro, cinco, seis bocas. Pagar útiles escolares, uniformes, medicinas cuando alguien se enferma. Comprar sal, azúcar, arroz, los productos básicos que la tierra no da. Mantener al ganado con suplementos en época seca. Reparar los techos antes de las lluvias. Es matemáticamente imposible vivir dignamente con esos ingresos, pero era lo único que tenían garantizado.

Hasta ahora. Los pobladores de esta zona indican acopiadores suspendieron la compra sin aviso previo, sin explicación, sin alternativas. Y ese balde de leche que encontré resguardado bajo tablones desgastados junto al camino, con su tapa roja como bandera de rendición, es la prueba irrefutable del abandono.
La infraestructura de la desesperanza
Recorro la carretera observando el contraste brutal entre el esfuerzo productivo y la infraestructura disponible. Los campos están trabajados, las parcelas recién removidas muestran que aquí se labora la tierra con dedicación. Pero la carretera sufre de baches cada vez más profundos, el mantenimiento es irregular, no hay señalización, mucho menos centros de acopio equipados con refrigeración.
Los productores deben llevar la leche hasta el borde de la carretera y esperar. Esperar bajo el sol que quema en el día o el frío que congela en las mañanas altiplánicas. Esperar a que pase el camión acopiador, que ahora algunos han suspendido. Esperar con la angustia de saber que si no llega, la leche se perderá porque en las viviendas no hay refrigeración.
Desarrollo agropecuario: el eufemismo cruel
Se habla de «desarrollo agropecuario», «fortalecimiento de capacidades productivas», «inclusión económica rural». Palabras huecas que contrastan obscenamente con la realidad. ¿A esto llaman desarrollo? ¿Un balde de leche abandonado es el resultado de décadas de políticas públicas?
El Estado —nacional, regional, municipal— brilla por su ausencia. No hay programas de compra garantizada. No hay plantas procesadoras de lácteos que den valor agregado. No hay capacitación técnica para mejorar la calidad del producto. No hay créditos accesibles para tecnificar la producción. No hay veterinarios itinerantes. No hay mejoramiento genético del ganado. No hay nada.

Solo promesas que se repiten cada periodo electoral. Los candidatos llegan en camionetas 4×4, se toman fotos con los campesinos usando ponchos prestados, prometen plantas queseras, mejores precios, apoyo técnico. Ganan sus elecciones y desaparecen hasta la próxima campaña. Mientras tanto, la leche se sigue derramando en el camino y las familias se siguen empobreciendo.
Las preguntas que nadie responde
¿Dónde está la Dirección Regional Agraria? ¿Dónde el programa Sierra y Selva Exportadora? ¿Dónde los proyectos de desarrollo rural que se anuncian en los medios oficiales? ¿Dónde las asociaciones de productores que deberían negociar colectivamente mejores condiciones? ¿Dónde las cooperativas lecheras que podrían procesar el producto directamente?
Brillan por su ausencia o existen solo en papeles que duermen en oficinas burocráticas mientras aquí, en el terreno, las vacas siguen produciendo leche que nadie compra.
El costo real del abandono
Un sol veinte o un sol treinta por litro de leche no cubre ni remotamente los costos de producción. Alimentar al ganado, darle agua —que en época seca hay que acarrear desde lejos—, las sales minerales, el control sanitario básico que cada productor hace por su cuenta, todo eso cuesta más de lo que reciben por la venta.

Pero seguían haciéndolo porque era el único ingreso líquido constante. La papa se cosecha una vez al año. La quinua igual. La leche es diaria, es cash flow, es lo que permite comprar el pan del desayuno o el cuaderno del hijo. Perder ese ingreso no es un problema económico abstracto. Es hambre real, es niños que dejan la escuela, es familias que migran abandonando la tierra ancestral.
Y cuando migran, ¿a dónde van? A engrosar los cinturones de pobreza urbana en Juliaca, en Puno, en Lima o minería ilegal. A vivir en asentamientos precarios haciendo trabajos informales peor pagados que la lechería. El campo se vacía, envejece, muere lentamente mientras las ciudades se saturan de migrantes que no querían irse pero no tuvieron opción.
El testimonio de lo invisible
Este balde abandonado junto a la carretera que une comunidades olvidadas es más que una imagen triste. Es un documento histórico de nuestra época, el testimonio material de un modelo de país que no funciona, que exprime al campo sin darle nada a cambio, que habla de inclusión mientras practica la exclusión más brutal.

Cada candidato que se presente a las elecciones de 2026 debería caminar esta ruta antes de escribir su plan de gobierno. Debería ver el ganado pastando en terrenos comunales sin asistencia técnica. Debería observar las viviendas rurales donde viven familias enteras con ingresos mensuales que no alcanzan el salario mínimo. Debería calcular cuánto cuesta producir un litro de leche y compararlo con el precio de venta. Debería preguntarse qué pasó con los acopiadores y por qué el Estado no intervino.
Y después de todo eso, si aún le quedan ganas de prometer, que al menos tenga la decencia de cumplir. Porque el campo peruano ya no aguanta más palabras vacías. Necesita hechos concretos: compra garantizada a precio justo, plantas procesadoras comunales, refrigeración en centros de acopio, asistencia técnica permanente, créditos accesibles, carreteras en buen estado.
El desarrollo que no llega
Sigo caminando por esta carretera del altiplano mientras el sol marca la mañana. El viento mueve los pastos secos, el ganado pace indiferente, la vida transcurre con su ritmo lento en estas comunidades que el progreso olvidó. Y ese balde de leche sigue ahí, junto al camino, esperando a nadie.
Es la metáfora perfecta del Perú rural: producción sin mercado, trabajo sin recompensa, esfuerzo sin futuro. Mientras ese balde permanezca abandonado, mientras ninguna autoridad se detenga a preguntarse por qué está ahí y qué significa, el discurso del desarrollo agropecuario seguirá siendo lo que es: una cruel mentira que se repite desde Lima sin tocar jamás la realidad de quienes realmente alimentan al país.
La leche derramada no se recupera. Pero las políticas públicas sí pueden cambiar. La pregunta es: ¿habrá voluntad para hacerlo antes de que el último productor abandone el campo y ese balde vacío sea lo único que quede como testigo de nuestra indiferencia?


